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Los Borbones en pelota


Los Borbones en Pelota
José Luis Castro Lombilla, nos comenta esta obra de la siguiente manera:
A través de 89 acuarelas correspondientes a dos álbumes que se conservan en la Biblioteca Nacional de Madrid, más tres trabajos sobre el tema que facilitan al lector la comprensión de la época y las circunstancias en que fueron realizadas, vemos la plasmación gráfica de, como indica el editor en el prólogo, «la más terrible sátira nunca hecha contra el poder».

Bajo el seudónimo Sem, los hermanos Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer, utilizaron su enorme ingenio a modo de guillotina humorística contra Isabel II y toda su "Corte de los milagros". Junto a la ya caída reina, merced a la "Gloriosa" revolución de 1868, estos fraternales humoristas gráficos ajusticiaron al rey consorte Francisco de Asís, al que el pueblo llamaba "Paquita natillas"; sor Patrocinio, "la monja de las llagas"; el padre Claret (confesor de la reina); Carlos Marfori (amante de la reina); el presidente del consejo de ministros González Bravo, y algunos personajes más, en unas acuarelas donde la libertad es absoluta; donde, sin pudor ni recato, dejan volar su imaginación y su espíritu crítico hasta unas cotas que, paradojas de la vida, hoy día escandalizarían no ya a los rancios sectores de siempre, o, por supuesto, a los contumaces monárquicos de toda la vida, sino (tal es el grado de su valiente atrevimiento contra el poder), a sectores más progresistas pero con el lastre de lo políticamente correcto en cuanto a su trato con la corona.

Describir las excelentes láminas de Sem de manera pacata, sería un insulto a la memoria de estos revolucionarios artistas. Es por eso que no podemos conformarnos, en aras del prurito profesional que nos mueve (y siempre, por supuesto, dentro de los límites del buen gusto), con decir que a la reina se la pinta casi siempre desnuda y en actitud procaz con su corte... Que toda la obra está presidida por un claro ambiente sicalíptico... Que... ¡No! Si queremos hacerle el honor que merece a Sem, si queremos (y queremos), sacar a Gustavo Adolfo Bécquer «del tenue purgatorio en que cuatro generaciones le tienen metido», entonces tendremos que decir que en las acuarelas de esta obra sin par, genial, magnífica y ejemplar para estos tiempos de abulia revolucionaria que corren, se ve a Doña Isabel II de Borbón, reina de España por la gracia de Dios, fornicando con todo lo que se le pone por delante: ora con su amante Marfori (en muchas), ora con un pollino en unas caballerizas.


Tendremos que describir acuarelas donde la reina baila desnuda el cancán con el padre Claret, el emperador Napoleón III y Carlos Marfori que, también desnudos, exhiben ante ella unos enormes falos que harían enrojecer de vergüenza al más conspicuo actor pornográfico de hoy día, mientras desesperado, en un rincón, el rey Francisco de Asís intenta cortarse el suyo.
En otras se muestra con toda su crudeza el ambiente orgiástico de palacio: podemos deleitarnos con la reina y su amante Marfori copulando montados a horcajadas sobre el rey Francisco de Asís mientras, convertida ella en servicial mamporrera real, dirige con su mano derecha el miembro enhiesto del padre Claret hacia el culo del rey. Al fondo de la promiscua escena, figura la muerte, Luis González Bravo y el emperador Napoleón III ensartados entre ellos. O alguna donde el rey es sodomizado por el padre Claret mientras aquél intenta hacer lo propio con González Bravo que está intentándolo con sor Patrocinio, mientras la reina está sentada con una pierna, en actitud explícita, sobre el brazo del sillón ante la atenta mirada de Marfori que sostiene en una mano una copa y, bajo su vientre, sostiene su enorme pene erecto.

Aún siendo ésta la tónica general de las obras, no están exentas muchas de ellas de cierto simbolismo que explica, de manera contundente a la par que didáctica, la situación real a que hacen alusión, y el contexto histórico en que se produce. Tal es el ejemplo de la lámina donde Luis González Bravo sostiene en el aire a la reina con su verga mientras la penetra por detrás. Bajo la escena un pie ilustrativo dice: ¡Fue su último sostén!. Metáfora alejada de toda sutilidad donde se muestra la situación que vivía la reina a la muerte de Narváez en 1868, cuando nombró a González Bravo primer ministro al considerarlo el único político capaz de imponer el orden y evitar la revolución que, sin embargo,  (y felizmente, triunfó cinco meses después.

Apenas se esboza una hipótesis en los documentados estudios que acompañan al libro sobre el origen del seudónimo Sem. Al no quedar claro de dónde viene o qué pudo motivar a los hermanos Bécquer para adoptarlo, nos atrevemos a plantear un atrevido juego ucrónico sobre el mismo que se nos antoja adecuado: podría ser, por qué no, que eligieran el nombre del primogénito de Noé por claras coincidencias en sus obras: si aquéllos metieron a los animales en un arca para salvarlos de la inundación, éstos se permiten convertir en muchas ocasiones a la reina y toda su corte en animales (muy propio por otro lado del gusto de la época, en la que se estilaba, y a principios del siglo veinte también, este tipo de caricaturas animalescas, y los meten en este simbólico arca de papel donde, a diferencia de la familia bíblica, a quien salvan no es a ellos de una inundación, sino a los súbditos de estos reyes y políticos tiranos, que son salvados por medio de la catarsis colectiva al contemplar estas obras, de su pasiva y temerosa vida de seudo esclavos, gracias al sano ejercicio de la crítica y la sátira política. En definitiva de la libertad.

También se apunta en el libro la posibilidad de que el seudónimo Sem no fuera exclusivo de los hermanos Bécquer: «Desde finales de 1865 hasta 1870 la firma Sem aparece bien en el periódico Gil Blas, bien en los almanaques del periódico, ya sea firmando la cubierta o los dibujos de interior, y a su lado figuran los nombres de Manuel del Palacio, Eusebio Blasco, Federico Balart, Luis Rivera, Roberto Robert, Ortego, Bécquer, Rico, Perea , Giménez y otros; es decir, una selección de la flor y nata de la prensa, de lo mejor del periodismo, el dibujo y el grabado».


Como posibilidad ahí queda, pero la relación de los hermanos Bécquer con el heterónimo Sem es indudable pues como nos recuerda María Dolores Cabra Loredo en su análisis, la revista Gil Blas, a los tres días del fallecimiento de Gustavo Adolfo dio la siguiente necrológica: «contra su costumbre, Gil Blas no puede hoy menos de consagrar un recuerdo a la memoria de quienes, en la primera época de esta publicación, ilustraron sus columnas con dibujos que llevaban la firma de Sem».

Modestamente, emulando a Gil Blas, no podemos hoy menos que consagrar no sólo un recuerdo a la memoria de estos artistas, sino además, queremos lanzar, a quien corresponda, un desesperado grito de rabia reivindicativa de su memoria como geniales satíricos, desconocida por completo de la inmensa mayoría. Y no sólo eso. También creemos que se debería rescatar este enorme documento histórico para las universidades donde Gustavo Adolfo Bécquer (y volvemos a parafrasear al editor en el sabroso prólogo), «se pierde en una honda bruma que difumina su imagen, conformada por el plúmbeo incienso que desde su muerte ha recibido el poeta». Rompamos, gracias al conocimiento de Sem, el mito lánguido y triste que se ha creado de este eximio poeta y excelso y valiente humorista gráfico, satírico genial: Valeriano Bécquer.

Cuán lejano resulta, a la vista de estas obras que engloban Los Borbones en pelota, de esa imagen meliflua a la que tantos aburridos exégetas nos han acostumbrado, pero, como nos recuerda el editor, «el conocedor de la poesía becqueriana no encontrará en esta obra sino el lógico desarrollo de la que su poesía nos ofrece. Y es que el problema principal con Bécquer lo ofrece el hecho de ser el poeta más popular de nuestra literatura, el más popular, pero no el más leído».

Gracias a... lo que sea, corren otros tiempos. La Monarquía no es lo que era (menos mal). Pero a pesar de todo, y a la vista de esta obra satírica, nos queda un cierto regusto amargo al ver que toda la enseñanza que encierran estos dibujos (como por lo general suele ocurrir con las obras de los grandes satíricos), que toda la brutal y divertida lección de humildad que se le da a las personas que por circunstancias políticas o de cuna se sitúan por encima del bien y del mal, no ha fructificado en la estabulada sociedad de hoy día, y aunque insistimos en que son otros tiempos, se sigue cayendo en el error histórico, a nuestro juicio, de reverenciar y respetar más allá de los límites que el sentido común está dispuesto a tolerar, a personas e instituciones anacrónicas y sin razón de ser en pleno siglo XXI, donde, sin el menor pudor, aún siguen, de manera obscena, exhibiendo sus privilegiadas vidas que tanto contrastan con la de los ciudadanos que pagan los inexorables impuestos para que ellos sigan manteniendo este monumento a la sinrazón humana que da en llamarse Monarquía.

Introducción  sobre la obra de los hermanos Becquer.
En1986, la Sección de Bellas Artes de la Biblioteca Nacional adquirió dos portafolios con un total de 89 acuarelas de temática satírico-política que incluían un alto porcentaje de imágenes claramente pornográficas. Entre estas, destacaban las referidas a la reina Isabel II en posturas indecentes junto, entre otros y en parecidas posturas, a su confesor el padre Claret, a sor Patrocinio, la llamada «Monja de las Llagas», al rey consorte Francisco de Asís, al último presidente del consejo de ministros isabelino, Luis González Bravo, y al notorio amante de la reina en las vísperas de la Revolución de1868, Carlos Marfori, sobrino del general Narváez. 
Precisamente Don Ramón cerraba la serie conocida en aquel momento, posando con una soga en la mano al
lado de un garrote vil. En la leyenda se leía: «La política de Narváez». Las acuarelas estaban firmadas por SEM y alguna otra por V. Sem, Semeno V. Semen. En la primera de la serie, una figura de mujer con larga túnica aparta un dosel dejando ver a la reina Isabel con el vestido levantado en obscena postura, el cetro y la corona arrojados al suelo. Un pintor de espaldas se afana en copiar la escena y un grupo de hombres con caras grotescas se agolpa al fondo. En la parte superior, el rótulo: Los Borbones en pelota.

La temática de las acuarelas apuntaba claramente al período1868-1869. Consultados los especialistas, las acuarelas y sus leyendas fueron atribuidas inicialmente a dos personajes improbables: los hermanos Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer. Ambos habían colaborado con la publicación satírica Gil Blas y a la muerte de Gustavo Adolfo "ocurrida tan sólo tres meses después de la de su hermano Valeriano, en diciembre de1870" los redactores escribieron: «Contra su costumbre, Gil Blas no puede por menos de consagrar un recuerdo a la memoria de quienes, en la primera época de esta publicación, ilustraron sus columnas con dibujos que llevaban la firma de Sem».


El revuelo entre los becquerianos y becquerianistas fue considerable. Resultaba difícil acomodar la sensibilidad exquisita del más lírico de los poetas del XIX, y la no menos delicada de la pintura costumbrista de su hermano, a la brutalidad manifiesta de aquellas imágenes. Por otra parte, ambos habían sido apadrinados por prohombres del partido moderado, en especial Narváez y González Bravo, a través de los cuales habían conseguido encargos, pensiones e incluso, en el caso del poeta, el empleo de censor de novelas. Retratar así a sus benefactores parecía contrario, no sólo a la bonhomía, sino a los conocidos lazos de dependencia económica y social de los dos artistas. 

Por otra parte la ideología de ambos, según la convención admitida, estaba muy alejada de la progresista, republicana y radical, antimonárquica y anticlerical que inmediatamente se atribuyó a aquellas viñetas y a sus leyendas.
A lo largo de1990 se organizaron al menos dos encuentros sobre los Bécquer donde se debatió la autoría (aún hoy contestada) y las implicaciones de la misma para la interpretación global de sus obras. En1991, la editorial El Museo Universal publicó los dos portafolios unidos y dispuestos según el orden numérico que aparecía al pie de las acuarelas. La publicación de Los Borbones en pelota iba acompañada de sendos estudios de tres especialistas en la obra de Bécquer y/o en la literatura e iconografía decimonónica del período: Robert Pageard, autor de una de sus biografíascanónicas; María Dolores Cabra Loredo y Lee Fontanella.

Aquella edición suscitó, además de una cierta conmoción mediática, un vivo debate entre los estudiosos. Frente a quienes acusaban a los incrédulos de resistirse a manchar una imagen idealizada y pacata de Gustavo Adolfo, Joan Estruch y Jesús Rubio (en especial) ofrecieron argumentos lo suficientemente sólidos como para que en una segunda edición, publicada en 1996, aquellos álbumes fuesen atribuidos no sólo a los hermanos Bécquer sino al pintor y dibujante de filiación republicana, Francisco Ortego, y a «otros artistas y escritores» no precisados. Comenzaba a asentarse la hipótesis de que Sem podía ser un pseudónimo colectivo, o al menos utilizado por diversos autores desde1865

Ambas ediciones están hoy ya fuera de circulación y se han convertido incluso en raras piezas de coleccionista. No es esa, sin embargo, la razón principal por la que creemos necesaria una nueva edición. Tampoco lo es el hecho de que podamos incluir ahora cuatro nuevas acuarelas de la misma serie entre las que se encuentra la que aventuro podría ser última dibujada. Se trata de una acuarela numerada como111–posterior por lo tanto a la núm.107 sobre Narváez, cuyo título es «Los inteligentes», con una leyenda al pie que dice: «Non che male!»

Como si sus autores presagiaran los quebraderos de cabeza que iban a suscitar sus obras, un grupo de cuatro simios vestidos de caballeros con apariencia erudita, dos de ellos enarbolando un monóculo, inspeccionan con gran interés y aparente perplejidad (o regocijo) un grueso volumen de tapas rojas titulado  Los Borbones en pelotas.

Junto a esta, la Biblioteca Nacional ha adquirido otras tres acuarelas firmadas por Sem con imágenes de la familia real y sor Patrocinio cruzando los Pirineos (80); Prim, la reina y Fernando de Asís en una escena circense (94) y Napoleón III (105), que aparecen reproducidas también por primera vez junto a la serie ya conocida.
Las nuevas tecnologías de edición creo que han permitido, además de estas novedades documentales, mejorar la calidad de las imágenes respecto a las ediciones anteriores (incluso respecto a la segunda, mucho más cuidada) y favorecer, por lo tanto, una más precisa valoración por parte de los estudiosos.
Decía, sin embargo, que todas estas razones (con ser importantes) no son las que han propiciado esteestudio y nueva edición de Los Borbones en pelota.

Hasta ahora, el foco analítico básico de todo aquel insólito material ha procedido del mundo de la iconografía y de la literatura. Aunquelas valoraciones de la prensa político-satírica y erótica (o más exactamente pornográfica) han sido muy valiosas para los historiadores, no se reflexionó en su momento sobre lo que aquellas acua relas y sus correspondientes leyendas podían significar para un mejor conocimiento histórico del reinado isabelino. No era la intención de los autores, ni tenía porque serlo. Sus estudios siguen siendo en estos momentos imprescindibles, más allá de la polémica sobre la autoría, y en esta edi ción se seguirán con cuidado (después de cotejarlas con los originales) las indicaciones de organización y secuencia de la presentación de entonces.

El objetivo ahora es, sin embargo, distinto. Se trata de analizar el significado de Los Borbones en pelota como un material histórico excepcional, y al tiempo representativo, de las abundantes publicaciones denigratorias y obscenas que se produjeron en torno a la familia real en diferentes momentos del reinado de Isabel II. Hasta ahora tan sólo teníamos referencias indirectas respecto a un fenómeno de orden cultural y político decisivo –la fijación crítica en el cuerpo y la sexualidad de la reina– para deslegitimar a la monarquía isabelina; para lograr la pérdida de respeto entre sectores amplios de la población y, en último término, para crear el ambiente propicio y también la justificación moral de la revolución que la destronó en 1868.

Este documento necesita ser analizado con cuidado desde el punto de vista histórico porque, precisamente así, se evita su uso espurio como materia de escándalo y/o vulgar instrumento de crítica antimonárquica (o anticlerical) en la actualidad. Lo que interesa es su historicidad y la forma en que su espejo deformado permite reflexionar sobre el tipo de valores que se asociaban a la monarquía constitucional a mediados del siglo XIX; qué se esperaba de ella, no sólo en el ámbito político sino cultural, social y moral. Es sin duda un tipo de documentación heterodoxo que, desde su singularidad, tiene una amplia capacidad de significación histórica,  como  han  demostrado los  estudios  de  las  últimas décadas sobre la iconografía satírico política  y  pornográfica (grabado, pintura y luego fotografía y fotomontajes) en torno a las monarquías europeas y, más en general, en relación  con  las  mujeres  y  el poder. El caso más conocido es  el  de  María Antonieta,
pero procesos y mecanismos de deslegitimación política y moral similares se han podido  observar  en  las  últimas décadas del siglo XVIII y primer tercio del XIX sobre los últimos monarcas Hannover, previos al reinado de Victoria. 

Otros ejemplos significa tivos se refieren al papado y a la familia real de Nápoles durante  el  conflictivo  proceso de unificación italiana y, bastante más tarde, a la campaña de difamación de la zarina Alejandra en torno a las diversas fases de la Revolución Rusa.
El debate sobre las características artísticas o literarias, y la autoría de este material (que sin duda tenemos en cuenta y es relevante), está subordinado analíticamente y queda en un segundo plano respecto a las preguntas que guían este estudio: ¿Qué consecuencias históricas tuvieron las características biográficas particulares de Isabel II de España en el funcionamiento y los mecanismos de legitimación (y deslegitimación) de la primera monarquía constitucional en España?.

¿Qué espacio de poder tuvo o le fue hurtado a la reina en ese funcionamiento y respecto a esos mecanismos, no sólo políticos sino simbólicos, de legitimación monárquica? ¿De qué manera cristalizaron o actuaron los valores culturales, políticos y simbólicos de la era isabelina en Isabel II y, desde ella o en ella, fueron representados social y culturalmente? ¿Actuó la personalidad de Isabel II (considerada tan peculiar) como caja de resonancia y caleidoscopio de las contradicciones de su época respecto a qué cosa debía ser la monarquía constitucional y qué cosa debían ser las mujeres? O, más exactamente, los discursos diversos en competencia sobre dos cuestiones aparentemente tan dispares (la institución monárquica y la feminidad) ¿se articularon en parte a través de las críticas a la reina como mujer y a su actuación política como monarca? ¿En qué sentidos se entendía la monarquía como ejemplar? ¿Qué nos dice la doble excepcionalidad de Isabel II como reina y como mujer respecto a las expectativas de normalidad política y sexual de su época? ¿Qué relaciones se establecieron en la esfera pública entre la exacerbada religiosidad de la corte y la supuestamente exacerbada actividad sexual de la reina? ¿Qué conexiones pudieron existir entre la ansiedad liberal respecto a la independencia política de la monarquía y la relativa a la independencia sexual de las mujeres que la reina parecía encarnar?

Para abordar esas preguntas, este estudio introductorio se centrará en tres aspectos presentados como consecutivos, pero estrechamente relacionados entre sí, que hacen referencia a un problema histórico y a un debate historiográfico que afecta (cuando menos) a toda Europa occidental. En primer lugar, el papel cultural y simbólico de la monarquía constitucional como instrumento de gobernabilidad posrevolucionaria del liberalismo decimonónico. En segundo lugar, los significados y representaciones interrelacionados de la monarquía, la nación y la familia, con especial atención a la forma en que estuvieron atravesados por discursos de género, en parte coincidentes y en parte en competencia. En tercer lugar, y a la luz de todo lo anterior, la ubicación de Los Borbones en pelota en una serie más amplia que permita valorar históricamente
las condiciones políticas y culturales que explican la intensa y extensa producción de panfletos, ilustraciones, publicaciones, hojas volantes, etc., que circularon en torno a la reina Isabel y su familia como mecanismos de crítica y deslegitimación de la monarquía que ella encarnaba.

Desde esta triple perspectiva creo que se podrá comprender mejor el significado histórico de una documentación, incómoda e inusual, pero altamente significativa para la imagen histórica de Isabel II; para el análisis de los materiales culturales de fabricación de una «reina escandalosa» que (más allá de las supuestas condiciones objetivas que avalaban el escándalo) formó parte sustancial de las armas políticas de oposición al régimen caído en1868.

Isabel II
Era el icono de una cultura, la isabelina, que la España regeneracionista consideraba el epítome de todos los vicios y todos los fracasos de un país que parecía incapaz de sacudirse sus fantasmas de atraso, incultura, fanatismo y excepcionalidad. La España que una revolución, autodenominada Gloriosa, creyó barrer para siempre en 1868. Fernando Garrido, en una de las primeras historias generales del reinado de Isabel II, ya había concluido que todo en ella estaba destinado al fracaso: «Las reacciones y las revoluciones, la libertad y el compromiso, la crueldad como la clemencia, todo le ha sido funesto, todo ha contribuido a precipitarla del trono y arrojarla de la patria, a donde no volverá jamás».

Volvió, brevemente, pero Cánovas del Castillo y su propio hijo, no la dejaron instalarse en Madrid. Tras una humillante estancia en Toledo y en la Sevilla de los Montpensier, regresó al palacio de Castilla en la avenue Kléber, en París. Al final de su vida, Isabel II era plenamente consciente de su fracaso como reina pero aún parecía perpleja respecto a sus causas. Antes de morir, Galdós estuvo con ella y quiso contribuir a exculparla, a acercarla a su propia verdad: Ha faltado tiempo, ha faltado espacio,yo quiero, he querido siempre el bien del pueblo español. El querer lo tiene una en el corazón; pero ¿el poder dónde está?. El no poder, ¿ha consistido en mí o en los demás? Esta es mi duda

Durante el exilio parisino de la reina, la fotografía siguió aportando imágenes que completan su ciclo vital. Los más relevantes estudios franceses y de otros puntos de Europa nos brindan la posibilidad de contemplar la transformación del personaje en su madurez, en la que mantiene el aire de majestad que siempre le acompañó. Paul Nadar, dibujante, caricaturista y fotógrafo de la alta sociedad, política e intelectualidad parisina, acredita en sus retratos un estilo realista, incisivo y directo con el que lograba captar los matices psicológicos del retratado.

Ésta es exactamente también la pregunta central: ¿En qué condiciones y con qué sentido se puede hablar de poder y de ejercicio del poder personal en el caso de Isabel II? ¿Hasta qué punto fue ella culpable de la inestabilidad continua de los gobiernos de su reinado? ¿A quién, o a quiénes, convenía la imagen de caprichosa omnipotencia que los diversos grupos liberales le atribuyeron eximiéndose, así, de paso, de sus propios errores, del cainismo con que se trataron unos a otros? ¿No sería menos cierto que la profunda fragmentación interna de todos los partidos, y las luchas que los socavaron, impidieron a la monarquía elevarse como institución por encima de las luchas partidistas?

A Galdós, invadido aquella tarde de principios del siglo XX, según su propia confesión, por un «alelado respeto», casi le convenció de que ella, contra toda apariencia, e incluso a riesgo de caer en el más vulgar de los juegos de palabras, nunca había tenido poder real ni, por lo tanto, culpa. Tan sólo, quizás, la culpa de la más genuina ignorancia y de la más profunda desorientación respecto al modo de usar de ese poder que nunca entendió plenamente.

Isabel II fue reina a los tres años, tras morir su padre en 1833. Fue, sin embargo, una reina cuestionada desde su mismo nacimiento: «Un heredero, aunque hembra», dice Cambronero que fue la opinión unánime al saberse que, por fin, Fernando VII había tenido descendencia. Nada más morir el último rey absoluto, su tío, el infante don Carlos, se negó a reconocer sus derechos al trono por haber nacido mujer. Comenzaba así una década de guerra y revolución. Otra mujer, su madre María Cristina de Borbón, se hizo cargo de la regencia del reino mientras ella era menor. Incapaz de sostenerse por sí misma buscó una alianza con los liberales que siempre fue un pacto a contre coueur, producto de la necesidad. A pesar de las diversas formas de resistencia de la regente, y tras sucesivas revueltas, los liberales lograron imponer un sistema constitucional pleno que recortaba sustancialmente los poderes de la Corona. Isabel II vivió su infancia en una corte absolutista, secuestrada por la revolución liberal y resistente a ella. Era un mundo de contradicciones y de sobresaltos, de pequeñas intrigas y de un gran secreto oculto.


Ese gran secreto la afectaba personalmente y la alejaba de su madre. María Cristina de Borbón no guardó luto por su marido muerto. Pocos meses después de morir Fernando VII se casó secretamente con un guardia de corps, Fernando Muñoz. Aquel amor la alejó de cualquier otro cariño. Con Muñoz tuvo Cristina varios hijos que Isabel II conocería y acogería más tarde, forzada por el respeto filial que su madre no dejó nunca de exigirle e imponerle. Durante años, sin embargo, aquella «otra familia» vivió oculta y la reina niña pasó su infancia en el Palacio Real, con su hermana Luisa Fernanda, mientras su madre pasaba largas temporadas retirada en El Pardo. El coronel Saint Yon, uno de los muchos agentes franceses en España, informaba a su ministerio de que «las personas a las que su función retiene junto a la Reina menor no forman parte de la sociedad íntima de la Reina madre: la separación de vida entre ambas es casi completa». Quizás es más conveniente, añadía, que la regente no resida en Madrid, «donde su vida privada, que es como mínimo singular, por no decir algo más, acabaría por destruir el poco prestigio que le queda a la realeza en este país».

Cuando la reina contaba apenas once años, la apuesta personal de María Cristina, y de un entorno político tan moderado que rozaba el absolutismo, por revertir buena parte de los logros de la ruptura liberal producida desde 1836, condujo a una nueva revolución. En 1840, la reina niña se quedó sola en Madrid, en manos del nuevo regente, Baldomero Espartero, un militar de carrera hijo de un carretero manchego, mientras su madre marchaba al exilio. Vivió su primera adolescencia en un mundo de verdades y mentiras contrapuestas sin saber exactamente qué había pasado, qué retenía a su madre fuera de España y cuál era su posición ante las nuevas gentes que la rodeaban.

Mientras la condesa de Espoz y Mina se esforzaba por inculcarle una educación acorde con la máxima progresista de que «el rey reina pero no gobierna», María Cristina, desde París, conspiraba contra la regencia de Espartero y financiaba a los militares descontentos con la situación progresista. Por todos los conductos posibles le fue haciendo saber a su hija que aquellas «nuevas gentes», tan amables, eran en realidad enemigas suyas, de su autoridad y de sus derechos. Eran «los revolucionarios», el azote de los reyes. Su amabilidad era engañosa; el cariño que ella había llegado a tomarle a la virtuosa y enlutada condesa de Espoz y Mina era, en realidad, una traición a su madre, arrojada de España por los mismos que ahora buscaban congraciarse con su hija.

Finalmente, en una oscura y desapacible noche de octubre de 1841, un grupo de jóvenes militares intentaron secuestrarla y llevarla a París, como prenda de una sublevación financiada por su madre y por su padrastro. Hubo tiros y hubo muertos, y su vida corrió peligro. Sus cuidadores, o sus guardianes, tuvieron muchas dificultades para explicarle el origen y la intención de aquellos sucesos. Las mismas dificultades que tuvo María Cristina para ganarse de nuevo su confianza cuando, una vez vencido Espartero dos años más tarde, todos los grupos liberales pugnaban por ganarse la confianza de la reina niña cuyo acceso precipitado al trono comenzaba a prepararse entonces.

Nadie quería otra regencia y todas las esperanzas de paz y estabilidad se centraron en un adelanto de la mayoría de edad de aquella adolescente caprichosa y desconcertada. Isabel II comenzó a reinar efectivamente el día que cumplía trece años. Desde ese primer día, todas las instrucciones de gobierno y de comportamiento le vinieron de su madre y de sus agentes en Madrid. Una vieja dama de palacio, la condesa de Santa Cruz, y el gran líder del moderantismo más autoritario, Juan Donoso Cortés, fiscalizaban todos sus actos y ponían todas las palabras en su boca. No sabemos qué ocurrió realmente, pero un día la reina le entregó, contenta, un decreto de disolución de las Cortes al progresista Salustiano de Olózaga para que dirigiese las elecciones y el Parlamento a su antojo. Al día siguiente, la misma reina dijo que había sido forzada a hacerlo. Fue una falsedad, espontánea o inducida por su entorno, que tuvo el efecto de desplazar definitivamente a los progresistas del poder y entregárselo a los moderados. La imagen de la reina inocente, de la reina de todos los españoles, quedó para siempre hecha trizas. Nunca sabremos de quién partió aquella intriga que envolvió a una niña aterrorizada, quizás, por lo que había hecho. En todo caso fue una señal muy temprana de la impotencia de la reina, de su debilidad y del férreo nudo de intereses que los liberales moderados habían creado en torno a ella.

Refugiada en una precocidad impuesta, volviendo los ojos al primero de los dos grandes retratos de Madrazo, aquel que la contempla en todo el esplendor de su adolescencia, la anciana condesa de Toledo murmura al oído de un viejo radical fascinado: «Pónganse ustedes en mi en mi caso. Este me aconsejaba una cosa, aquél otra, y luego venía un tercero que me decía: ni aquello ni esto debes hacer, sino lo de más allá». Ella siempre habló de tú a todo el mundo, pero algo de su habla se adivina entre el panegírico de Galdós, conmovido por su muerte en abril de 1904: «Diecinueve años y metida en un laberinto por el cual tenía que andar palpando las paredes pues no había luz que me guiara. Si alguno me encendía una luz, venía otro y me la apagaba». Era joven, muy joven, en aquellos inicios de su reinado. De ahí vienen todos los yerros, todas las culpas, todo aquel poder ciego que mira sin ver desde los ojos vacuos de una tarjeta postal producida quizás en la Italia carbonaria de los años cincuenta.

Incluso Fernando Garrido es sensible al patetismo de aquella reina cuestionada como tal desde su mismo nacimiento. La reina de los tristes destinos:

Un día son sus parientes, los tíos, los primos hermanos los que le disputan el trono en que aún no se había sentado, rodeando su cuna de peligros, y de ruinas y sangre la nación. Otros, son los pueblos indignados quienes la separan de su madre, entregándola en poder de gentes extrañas para ella; más tarde, apenas entrada en la pubertad, llega esa turba de vampiros, de hombres gastados, corrompidos y escépticos, que se llaman a sí mismos moderados, que tienden lazos a su virtud, comprometen su honra, trafican con su nombre y su libertad, y la precipitan en una tenebrosa noche de miserias, horrores y crímenes, en su satánico sueño que necesitaba a Espronceda como narrador.

No tuvo a Espronceda pero tuvo a don Ramón del Valle-Inclán, el escritor que, sin conocerla, mejor ha fijado en la memoria popular el grotesco mundo de la corte isabelina. La España negra y sórdida de una corte de los milagros que necesitó crear un estilo literario propio, el esperpento, para poder ser aprehendida. Aquello que sólo la literatura es capaz de decir y que la historia ha ocultado en sus pies de página.

Galdós la imagina viviendo en una perpetua infancia, «la bondad generosa, el fácil arranque para las dádivas y mercedes, el corazón abierto a los cariños y cerrado a los rencores, quedaron oscurecidos y ahogados por la insustancial beatería, por la volubilidad y la sinrazón». Las buenas cualidades de la reina, de una reina que hablaba y pensaba como una señora burguesa del Madrid castizo, eran inútiles para gobernar, ineficaces para la salud de la patria que se alejaba en una dirección que ella era incapaz de seguir. «Fuesen cuales fuesen sus méritos como individuo, era una mujer imposible como reina en las condiciones que comenzaban a prevalecer en la segunda mitad del siglo XIX. Tenía cierta capacidad para la intriga pero era absolutamente incapaz del tipo de fingimiento que ha sido definido como el homenaje que el vicio paga a la virtud».

El mayor de sus infortunios, quiere pensar Galdós,fue haber nacido reina «y llevar en su mano la dirección moral de un pueblo, pesada obligación para tan tierna mano». Una mano que no tuvo jamás gente desinteresada que la informase y la guiase:

Los que podían hacerlo no sabían una palabra de arte de gobierno constitucional: eran cortesanos que sólo entendían de etiqueta y como se tratara de política, no había quién les sacara del absolutismo. Los que eran ilustrados y sabían de constituciones y de todas esas cosas, no me aleccionaban sino en los casos que pudieran serles favorables, dejándome a oscuras si se trataba de algo que en mi buen conocimiento pudiera favorecer al contrario ¿Qué había de hacer yo, jovencilla reina a los catorce años no viendo al lado mío más que personas que se doblaban como cañas, ni oyendo más que voces de adulación, que me aturdían? ¿Qué podría hacer yo?.Pónganse en mi caso.

No es posible hacerlo, no es posible ponerse en su caso. Es posible, sin embargo, seguir escuchando a los que estuvieron cerca de ella, a los que la conocieron y dejaron escritas sus impresiones ante una mujer que vivió su vida como si fuese un sueño y que hubiese querido dejar tan sólo su juventud inocente en el recuerdo de sus contemporáneos; una reina que, sin embargo, fue creciendo con los años hasta la altura de una siniestra carte de visite que su madre quiso guardar entre sus dibujos infantiles. Su primer biógrafo en sentido estricto, Francis Gribble, intentó comprender desde Inglaterra a aquella mujer que carecía absolutamente de genio y se convirtió exactamente en lo que su educación hizo de ella, y su educación fue tan mala que difícilmente hubiera podido ser peor. La virtud no estaba, como dice la gente, en la familia, la virtud política menos que cualquier otra. No podía por lo tanto aprender nada bueno observando el ejemplo de ninguno de sus padres y pasó sus años más impresionables bajo la influencia de cortesanos que le enseñaron que el reino era su propiedad privada, y su capricho un principio suficiente para dirigir la elección de sus ministros. Más aún, a la edad en que aún debería haber estado en la escuela, la casaron, por razones de Estado, con un marido que carecía de los atributos esenciales de un marido. ¡Y eso teniendo, en palabras de Guizot, le diable au corps!.

A Isabel II la casaron, a los dieciséis años, contra su voluntad. Tras complejas negociaciones nacionales e internacionales, el elegido fue aquel que ella más despreciaba, su primo el infante Francisco de Asís. Era el candidato más débil y más manipulable y por eso mismo fue el elegido por el grueso del partido moderado y por el gobierno francés de Luis Felipe. Hasta María Cristina de Borbón dudaba de sus condiciones físicas para marido de una fogosa adolescente: «En fin, usted lo ha visto, usted lo ha oído. Sus caderas, sus andares, su vocecita… ¿no es eso un poco intranquilizador, un poco extraño?».

Cuatro meses después de su boda, la separación del matrimonio era pública. La reina se había enamorado de un general progresista, Francisco Serrano, quien la empujó a entregar el poder a los enemigos de su madre. Esta y el general Narváez pusieron fin, por la fuerza, a aquella aventura política y personal secuestrando para siempre su reputación y su voluntad. Comenzó entonces el «ministerio largo» de Narváez quien ocupó al lado de la reina un nuevo papel de apoyo y guardián de la monarquía. Favoritos más discretos sucedieron a Serrano en los favores de Isabel II y el rey consorte mantuvo una apariencia de reconciliación y acomodo tan impostados que toda Europa supo por su boca, y por la de su entorno, de «las locuras de Isabel». Los constantes chantajes a los que la sometió, durante todo su reinado, convirtieron al rey consorte en uno de los grandes elementos de desestabilización de la política de Palacio. El mismo Narváez tuvo que amenazar a Francisco de Asís, en más de una ocasión, con encerrarle en el castillo de Segovia mientras éste no dejaba de conspirar ayudado por un tal fray Fulgencio, por una monja adicta a las llagas y por el poder que le otorgaba el círculo vicioso de pecado, culpa, arrepentimiento, dulces y sobresaltos varios, en que estaba envuelta Isabel II.

En esas condiciones, aquella de quien no se esperaba descendencia tuvo nueve hijos. Cinco llegaron a la edad adulta, entre ellos el futuro Alfonso XII, nacido en 1857. Escribiendo en los meses de aquel embarazo, un diplomático francés informaba a su ministerio:

No vacilo en colocar en la primera fila de los que quieren derribar a la Reina al rey Francisco de Asís, su marido. El resentimiento por las injurias cuyo precio ha aceptado y la falta de valor para vengarse predomina en este príncipe. Quiere pues destruir lo que es, en la quimérica esperanza de que obtendrá de los principes carlistas restaurados una regencia de hecho, y de nombre, y la aplastante humillación de su mujer. El nuevo embarazo de la Reina viene a reanimar, si esto es posible, los instintos vengativos del Rey: tras escenas deplorables, con la amenaza de las más escandalosas revelaciones, ya ha obtenido de su mujer una especie de abdicación moral y después marcha resueltamente a su objeto, dirigido por algunos miembros del clero, adherentes fanáticos y reconocidos del partido carlista.

Pocos años antes, en 1854, cuando una combinación de revuelta popular, intriga cortesana, política y militar puso en entredicho su derecho a seguir reinando, el embajador británico en Madrid, describía así a la reina de España:

Es un hecho melancólico, pero incuestionablemente cierto que el mal tiene sus orígenes en la Persona que ahora ocupa el más alto puesto de la Dignidad Real, a quien la naturaleza no ha dotado con las cualidades necesarias para subsanar una educación vergonzosamente descuidada, depravada por el vicio y la adulación de sus Cortesanos, de Sus Ministros y, me aflige decirlo, de Su propia Madre. Todos y cada uno de ellos, con el objeto de guiarla e influirla de acuerdo con sus propios intereses individuales, han planeado y animado en Ella inclinaciones perversas, y el resultado ha sido la formación de un carácter tan peculiar que es casi imposible de definir y que tan sólo puede ser comprendido imaginando un compuesto simultáneo de extravagancia y locura, de fantasías caprichosas, de intenciones perversas y de inclinaciones generalmente malas.

Felicitémonos de la ceguedad de esa mujer, escribe Fernando Garrido en su fracasada historia del reinado del último Borbón en España, acaso la desgracia devuelva el sentido moral, y haga abrir los ojos a la luz de la verdad a esa mujer, que no podía ver por estar colocada tan por encima de la sociedad, ni sentir arder en el alma el fuego de la conciencia, por creerse irresponsable, y de una casta distinta y superior a los demás hombres; su corona sólo servía para apartarla de la humanidad, para extraviar su inteligencia y depravar su corazón, labrando en definitiva su desgracia y la de todo su pueblo.

Un pueblo deshonrado por la institución que supuestamente había de encarnar su historia, su tradición nacional; gobernado por una mujer irresponsable, incapaz de representar aquel ideal moral y político al que la monarquía debía su prestigio y su justificación. La fijación de la imagen histórica de Isabel II recoge, en sus elementos esenciales, y aun contradictorios, una curiosa mezcla de los elementos presentes en todos estos esbozos. Cruel y generosa, ignorante y ladina, perversa e ingenua, sexualmente depravada y fanáticamente religiosa, incapaz de comprender ni de apreciar los sacrificios que el pueblo liberal había hecho durante las guerras carlistas a favor del trono de la «inocente Isabel». La perversa Isabel, grotesca encarnación de una grotesca monarquía constitucional que creyó poder refugiar, para siempre, el poder moderado detrás de quien no sabía ejercerlo siquiera en beneficio propio.

La «mala hija» que el archivero de la reina María Cristina, Antonio Rubio, compara desfavorablemente con su hermana la infanta Luisa Fernanda, la devota esposa de un duque de Montpensier que acabó, también, conspirando contra ella. Con muchas más obligaciones políticas que su hermana, rodeada de una familia de la que jamás pudo fiarse, Isabel II acabó separada de todos, incluso de aquella madre que contribuyó tanto a hacerla y deshacerla como reina. El viejo archivero de María Cristina ni la perdona ni la entiende por haberse visto obligada a mantener a su madre en un destierro hipócrita,achacándoselo a sus Ministros. Hay lo bastante para poder decir, como lo dicen todos, que Isabel, ya no es para Vuestra Majestad una buena hija. Digamos o que la reina Isabel no quiere a su Madre o ha tenido quince años la funesta torpeza de obrar en todo como si no la quisiera, ni la hubiera querido jamás.

Poco antes de ser derrocada, su primo el infante Enrique de Borbón, un antiguo aspirante a su mano, resumía en una iluminadora metáfora sexista aquello que quizás quiso apuntar Guizot, y los efectos que ello tuvo para despojarla de la inviolabilidad a la que, aun en el recuerdo, siempre creyó sentirse merecedora:

Os habéis despojado de vuestra inviolabilidad por falta de respeto propio como mujer y de nobles sentimientos como reina; os habéis despojado de vuestra autoridad al colocaros fuera de los principios de vuestro pueblo liberal. Nacisteis para representar, con turbante en la cabeza, la corte de los serrallos, y no un pueblo europeo y constitucional. ¿Quién sino vuestro cetro ha reducido a esqueleto la monarquía más sólida y venerada?.

¿Quién sino la «culpable hija de la culpable María Cristina»? como la definió su propio marido, Francisco de Asís, en una carta a don Carlos en la que se ofrecía a guiar al pretendiente carlista hasta Madrid y, entre ambos, destronarla17. Quién sino aquella mujer que su mejor y más compasiva biógrafa, Carmen Llorca, definía como alguien cuyo temperamento era incapaz de responder a los anhelos liberales. Ella es una fuerza viva en constante agitación y dominada por extremo barroquismo de alma. Hay en su carácter mucho de revolucionario y caótico; naturaleza tumultuosa que no encuentra el cauce de su expresión, ni se organiza en una unidad, ni acierta a verterse, suave y paulatinamente al exterior.

La reina generosa, españolísima, popular hasta el mismo momento de derrocamiento, la misma que aparece en las escenas pornográficas atribuidas, aún hoy con todas las dudas, a los hermanos Bécquer: «Entren todos y verán / la célebre niña gorda /que pesa quinientos quilos/sin el cetro ni corona». Una obra que recuerda, punto por punto, por su procacidad, por la solidez de la ancestral misoginia de sus alusiones políticas, por su enorme violencia visual, a los folletos y viñetas que circularon en la Francia prerrevolucionaria sobre María Antonieta, la reina extranjera.

Forastera, extraña, aparece también Isabel II para una creciente parte de sus súbditos que cada vez más sienten la España del padre Claret, de sor Patrocinio y de su último ministro, Luis González Bravo, como un territorio extranjero. La institución que había de encarnar a la nación se convierte, con Isabel II, la reina españolísima, en la encarnación de un país ajeno, del «otro» país. Frente al españolismo populachero, sórdido y fanático que representaba Isabel II y su corte, los liberales progresistas y demócratas opusieron otra patria y otra nación, sofocada por los largos años de exclusivo imperio moderado. Frente al barroquismo tenebroso de la corte de los milagros, la sobriedad de una patria fundada en la luz de la razón; frente a la corrupción, el latrocinio y la lujuria, la virtud de una nación traicionada y degradada por una reina que, allá en su niñez, representó todas las promesas de la revolución:

¿Quién al ver, hace treinta y tantos años aclamada con tanto entusiasmo a la inocente Isabel, y al pueblo liberal haciendo por ella tan costosos sacrificios, hubiera podido prever que aquella inocente niña, símbolo de la libertad, sería el más implacable verdugo de la libertad y de los liberales, y que ella acabaría de exterminar a los patriotas que respetaron las balas carlistas?.

A la inocente Isabel, que fue la bandera de la libertad, del progreso y de la razón, ha sucedido la Eva lasciva e informe que aparece en las viñetas de los hermanos Bécquer que circularon por los cafés de las grandes ciudades durante los años que siguieron a su derrocamiento. Lujuria, crueldad, fanatismo y avaricia compiten, en una grafía sin compasión ni freno, para despojar definitivamente a Isabel II de la magia del trono, del aura que dejó lelo a Galdós. Después de las viñetas de Los Borbones en pelota no hay vuelta atrás. No sólo la reina, sino la Monarquía como institución nacional, se han convertido para siempre en material tangible, personal, corruptible, perecedero. Cuando eso ocurre es el trono hereditario y todo el simbolismo político y moral a él asociado el que tendrá ya, para siempre, le diable au corps.

Isabel II marchó al exilio con sólo treinta y ocho años. Para entonces, los vicios privados y públicos de la reina habían contaminado todo el diseño de la Monarquía constitucional en España. Aquel oficio de reinar, que Adolphe Thiers tan sólo acertó a definir como ser «la imagen más verdadera, la más alta y la más respetada del país», se había convertido, en sus manos, en exactamente lo contrario. «Adiós España, ¿cómo estás? Bien, ¿y tú, República? Para servirte. ¿Me llamabas? Pché… ahora no; pero no te alejes mucho».

Llegó un monarca nuevo, Amadeo de Saboya, y se fue. Llegó la República y se fue. Por fin, su hijo, Alfonso de Borbón, comenzó a reinar y la reina más española quiso volver a su patria. No se lo permitieron. Su imagen, su destrozada imagen, podía contaminar todo el edificio, tan laboriosamente construido, de la Restauración. Con el título de condesa de Toledo, sin poder saborear las luces y las sombras del papel de reina madre, Isabel II vivió el resto de su vida en un viejo palacio en París. Nada más llegar al exilio se separó de su marido, Francisco de Asís, y aún tuvo que conseguir que un ministro progresista, Sagasta, le devolviese las cartas más comprometedoras de sus amantes. Aquellas cartas que, guardadas en el Ministerio del Interior, habían servido a sus ministros, y a su marido, para chantajearla toda su vida.

A los setenta y dos años es Isabel II una anciana solitaria de pelo muy blanco, ojos dulces, aunque no tan expresivos como en otro tiempo, con el luto riguroso de una mujer que hace ya del negro su color habitual, encorvada, de paso lento y apoyada siempre en su bastón. Así es como la conocemos a través de las imágenes del fotógrafo parisino Marius Neyroud, difundidas también a través del grabado con motivo de la muerte de la reina dos años más tarde de la toma.

En abril de 1904, convertida en una sombra elegante de sí misma, murió calladamente. Su nieto, Alfonso XIII, ocupado en defender la imagen de la Monarquía en un largo viaje por Cataluña, no acudió a París a recoger su cadáver. Lo esperó en Madrid y allí, contra todo pronóstico, una multitud curiosa y conmovida le tributó su último adiós a la reina de los tristes destinos.

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