Entre piratas y corsarios
«Que es mi barco mi tesoro, // que es mi Dios la libertad; // mi ley, la fuerza y el viento, // mi única patria la mar»
Uno de los errores más comunes al hablar de la piratería de los siglos XVI, XVII y XVIII, es poner a la misma altura a los piratas, corsarios, bucaneros y filibusteros. ¿Qué podría pensar un noble marino, leal siervo de la reina Isabel I de Inglaterra si fuese tratado como un pirata? Pirata, corsario, bucanero, filibustero... Todas estas palabras pueden referirse a una persona que se dedica a cometer robos en la mar, pero cuál es la diferencia entre las distintas denominaciones.
Pirata deriva de la palabra griega peirao que significa aventurero del mar, y cuya presencia en el mundo es casi tan antigua como la navegación. Un grupo de piratas buscaba el lucro personal, conseguir grandes botines tras la captura de barcos y la venta de todo aquello capturado. No dependían de nadie, por lo cual no tenían a nadie a quien ser leales ni porqué servir a ningún país. Sus actos se relatan cómo brutales, ya que su ley era la codicia con tal de conseguir todo aquello que se propusieran. La gente que tomaba el rol de piratas eran de condición social baja, delincuentes o desertores. Vivían en alta mar y su objetivo era encontrar otros barcos para atracarlos. Entre los más famosos cabe destacar a Edward Teach (Barbanegra) o Anne Bonny.

Debido a que el corso era, generalmente, una ocupación más lucrativa que el servicio militar, a veces iban más allá de sus comisiones y atacaban barcos que no pertenecían al país que les ordenaba. El término 'corsario' está vinculado al mar Mediterráneo, donde desde aproximadamente finales del siglo XIV hasta principios del siglo XIX el Imperio Otomano se batió en duelo con los estados cristianos de Europa por la supremacía marítima.
Los bucaneros eran una especie de combinación entre piratas y corsarios, muy habituales del Mar Caribe durante los siglos XVII y XVIII. Originalmente, el nombre se aplicaba a los cazadores de animales asilvestrados, cerdos o vacas, por ejemplo, que objeto de su abandono estaban a disposición de quien les diera caza. Este nombre bautizó a aquellos que comercializaban la piel y la carne obtenida de sus cacerías, entre otros, con piratas y corsarios a quienes intercambiaban sus pertenencias por objetos de gran valor como tela, pólvora o armas.
Los filibusteros no tienen morada fija y deambulaban de acuerdo con sus propósitos, con el tiempo llegaron a emprender acciones propias de la piratería de la época. Fue así como el cargo de bucanero se conoció por aquel entonces como filibusteros, un término empleado con los piratas que actuaban en la zona de las Antillas. Los filibusteros, al igual que los corsarios, fueron empleados por diversos países europeos en su pretensión colonialista y la ayuda necesaria para sus propósitos.

Los buques corsarios
Se denominaba buque corsario a un navío que hacía campañas marítimas contra los buques piratas o de potencias enemigas, amparado de una llamada patente de corso, que legalizaba sus tropelías, al menos ante los gobiernos que los comisionaba. Los corsarios también a veces atacaban asentamientos poblacionales o haciendas. Cuando los barcos corsarios no cumplían misión de la Corona, solían atacar cualquier buque cuya bandera no fuera la suya, comportándose como piratas, pero aún conservando los derechos de navegar en corso. El corso fue empleado con éxito por los revolucionarios franceses y americanos, en sus luchas contra potencias navales superiores.
Historia
El corso y la piratería habían florecido desde tiempos inmemoriales en el Mediterráneo y otras rutas navegables de esa época. Salteadores fenicios, griegos, romanos, berberiscos, vikingos, chinos y malayos asolaron “todo mar conocido del uno al otro confín”, convirtiendo las aguas litorales y mediterráneas en teatro de sus depredaciones. En el nuevo continente proliferó no solo por motivos de codicia privada, sino también por los intereses políticos de las nacientes potencias europeas que no podían aceptar de buen grado que España se apoderara sola del jugoso botín americano.
Con el trascurso del tiempo, los jefes de Estado, carentes de recursos financieros para mantener flotas de guerra permanentes, en tiempos de conflicto militar se veían obligados a arrendar buques particulares para las grandes operaciones navales, lo que dio origen al corso como procedimiento bélico, eficiente y económico para realizar lo que hoy llamaríamos acciones sistemáticas contra las líneas de comunicación marítima del enemigo; en realidad, una variante de la Piratería oficialmente auspiciada y jurídicamente regulada desde finales del siglo XIII.
Los corsarios franceses fueron los primeros que comenzaron a infestar el Caribe, a los que los siguieron holandeses e ingleses. La ventaja de los corsarios era que podían abastecerse libremente en las colonias de las potencias para las cuales operaban, o en sus aliados. Tanto los corsarios como los piratas disponían de naves rápidas, con buena artillería, en las que hacían las operaciones de saqueo en el mar, pero también contra las villas y ciudades. Por lo regular ubicaban bases secretas en islas deshabitadas, desde las cuales incursionaban.
Las patentes de corso
Las patentes de corso eran entregadas por un gobernante, aunque lo más habitual en la práctica era que éste delegara en un gobernador. En tiempo de guerra, incluso podía llegarse al extremo de organizar expediciones corsarias contra los intereses de una potencia hostil. Los límites que planteaban estos documentos a la acción de sus propietarios eran muy ambiguos y normalmente eran los capitanes corsarios y sus tripulaciones quienes decidían qué era lo que podían hacer y qué era lo que no.
Las embarcaciones corsarias
Los capitanes de las embarcaciones corsarias estaban obligados a llevar todo el botín a un puerto amigo y entregarlo a un tribunal de presas, que lo ponía en subasta, de cuyos resultados correspondía al capitán y su tripulación una pequeña parte que podía ser un quinto o incluso más. Cuando los barcos corsarios no cumplían misión de la Corona, solían atacar cualquier buque cuya bandera no fuera la suya, comportándose como piratas, pero aún conservando los derechos de navegar en corso. El botín que conseguían de esta manera era para ellos, aunque estaban obligados a entregar una parte al gobernador colonial de procedencia.
Los corsos en América
La primacía obtenida por España con su aparición en el Nuevo Mundo acentuó la compleja situación político-militar que prevalecía en la Europa del siglo XVI, ya de por sí convulsa por una serie de enfrentamientos militares que tenían como causa fundamental la pugna entre el capitalismo emergente, en su fase comercial y bancaria, y los estamentos feudales que detentaban el poder político, pero que estaban en decadencia. Si se añaden a esto las tensiones derivadas de sucesiones dinásticas, rivalidades entre casas regentes, problemas religiosos y otros, veremos una situación propicia para el desencadenamiento de guerras civiles y conflictos bélicos entre Estados y coaliciones de Estados, que se extendió a lo largo de más de tres siglos, y en los que Cuba se vio continuamente involucrada.
Mar cerrado y Mar libre
Esta supuesta fuente de derecho animó a la corona española a proclamar el principio de Mare clausum o mar cerrado, a la navegación de todo extranjero, que no era aceptado en ese momento histórico por otros Estados con avidez de participar en el despojo del Nuevo Mundo.
La condición de potencia político militar que disfrutaba España, respaldada por la enorme autoridad de la Iglesia Romana, la colocó en una posición de intransigencia, que impidió resolver su diferendo con el resto de las potencias europeas, las que, al no poder lograr sus codiciosos objetivos mediante negociaciones, continuaron su política por otros medios: la guerra.
Conflictos
En 1536 una nave francesa apresó a la vista de La Habana a tres navíos españoles procedentes de la Nueva España (México), y cargados de oro. En 1538 otro corsario francés saqueó y redujo a cenizas a esa villa, que aún carecía de defensas. Los ataques se sucedieron, tanto en tierra como en el mar. No escaparon de esta plaga Santiago de Cuba, Bayamo, Puerto Príncipe, Jagua ni otras.
Los ingleses se apoderaron de Jamaica en 1654, desde donde alentaron los ataques de filibusteros y piratas haciendo reinar el caos y la destrucción en Cuba y en otros enclaves, estancando la economía. De 1640 a 1642 y de 1646 a 1647 los buques atracados en el puerto no se atrevieron a salir por el bloqueo impuesto por el Almirante holandés Federico Jols. Estos bloqueos causaban un serio daño al comercio y a la agricultura de la isla.
En 1662 fue saqueada Santiago de Cuba, Sancti Spíritus en 1665 y Puerto Príncipe en 1666. Podemos poner como ejemplo un solo año, 1665, en el cual se calcula que los franceses desvalijaron más de cuatrocientas haciendas cubanas, llevándose gran parte de la riqueza ganadera del país. A todo esto, los criollos respondieron armando corsarios propios con la misión de saquear buques y enclaves de otras potencias, lo cual hicieron con éxito.
Cuando la Corona española quería proteger la flota de las Indias que transportaba los tesoros americanos, organizaba unos convoyes bien defendidos contra los que no se atrevían los corsarios. Se hizo necesaria la creación de un sistema de fortificaciones, especialmente en La Habana, para protegerse contra los ataques y así resguardar las flotas durante su estadía. A un alto costo para la época se construyó el Castillo de la Real Fuerza, San Salvador de la Punta, el de los Tres Reyes del Morro, y los fortines de la Chorrera y Cojímar y San Lázaro. El castillo de San Pedro de la Roca del Morro se edificó en Santiago de Cuba entre 1639 y 1661. Más tarde se ubicaron baluartes en Jagua, Matanzas y otros puertos.
