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El motín de la Bounty


Es uno de los motines más conocidos de la historia, ya que sobre él se han escrito ríos de tinta y se han rodado obras maestras del cine, protagonizadas por estrellas como Errol Flynn, Marlon Brando o Anthony Hopkins. Durante siglos se han discutido con pasión las razones y culpas de sus protagonistas y se han ensalzado las increíbles gestas marineras que llevaron a cabo. La historia de la rebelión de la Bounty encierra episodios de valentía, pasión, venganza y crimen, además de algunos misterios aún sin resolver.

El HSM Bounty, fue construido en los astilleros ingleses de Blaydes en 1783 para destinarlo como buque de carga, con el nombre de Bethia, aunque fue adquirido por la Armada británica, para cuatro años después de su botadura, hacerse a la mar el 23 de diciembre de 1787 en un viaje sin retorno.
Era un velero de tres mástiles que desplazaba 220 toneladas, contando con 27,7 metros de eslora y 7,4 de manga y armado con cuatro cañones de cuatro libras y diez cañones ligeros.
Su comandante, el teniente William Bligh, era un marino veterano, pese a tener solo treinta y tres años, pues llevaba en la Marina desde que era un niño de seis y había servido a las órdenes del capitán Cook en su última expedición.

Tenía la misión de navegar hasta Tahití para cargar árboles del pan y transportarlos hasta Jamaica, donde serían replantados. El Gobierno de su graciosa majestad confiaba en que los plantones se aclimataran bien al terreno caribeño y sus frutos ofreciesen un alimento barato para mantener a los esclavos que trabajaban en las plantaciones de caña de azúcar.



El comandante William Bligh, navegó sin problemas hacia el Atlántico sur y puso rumbo al Cabo de Hornos con el propósito de adentrarse en el Océano Pacífico. Sin embargo, el mítico cabo hizo honor a su terrible fama. A lo largo de treinta durísimos días, el barco luchó contra los fuertes vientos de proa y un fuerte oleaje que le impedían progresar. El velero, de líneas panzudas y velas cuadras, estaba mucho mejor preparado para navegar de través y de empopada que para ceñir contra el viento, por lo que azotado por los chubascos y el oleaje, las escasas millas que ganaba un día las perdía al siguiente, en una lucha extenuante que agotó el ánimo de su dotación.
Finalmente, Bligh se rindió al poder de los elementos y ordenó virar en redondo para poner rumbo a Tahití por el cabo de Buena Esperanza lo que significaba, como poco, triplicar la distancia a recorrer, pero era la única alternativa que quedaba a su castigada tripulación.

El 25 de octubre de 1788, después de diez meses de navegación y con un gran retraso sobre lo previsto, la Bounty echó el ancla ante las paradisíacas playas de Tahití.
Hasta ese momento, y pese a las acusaciones de comportamiento tiránico que mucho más tarde se verterían sobre él, Bligh no había mostrado rasgos de crueldad excesiva, y mucho menos si lo comparamos con la costumbre de la época, cuando era habitual emplear “el gato de nueve colas” para corregir la más mínima falta de indolencia o indisciplina de la vil canalla de proa. A pesar de todo, el trato recibido pareció a la tripulación demasiado duro para poder seguir soportándolo.
"Hasta esta tarde mantenía la esperanza de hacer todo el viaje sin tener que castigar a nadie", escribió con pesar en su cuaderno de bitácora el 10 de marzo de 1788, cuando ya habían transcurrido diez semanas desde que zarparon de Inglaterra rumbo a los Mares del Sur y se vio obligado a ordenar que un hombre fuera azotado.


Aunque la Historia ha condenado a Bligh como el capitán despótico cuyo sadismo y crueldad provocaron el motín, en realidad era un hombre ilustrado, formado en las nuevas ideas e interesado en los avances científicos, que creía más en las virtudes de una dieta adecuada y una tripulación limpia y sana que en el poder del látigo para culminar con éxito una singladura. Así, impuso a sus hombres medidas higiénicas poco habituales y hasta ejercicios para mantenerlos activos y en forma.
Instauró tres guardias diarias en lugar de los tradicionales dos turnos de doce horas, e incluso contrató de su propio bolsillo para la travesía, a un violinista con el encargo de amenizar con su música la rutina a bordo y hacer que los hombres bailaran; unas medidas muy avanzadas en aquella época previa a la Revolución que estaba a punto de estallar en Francia.

Mientras estuvo al mando de la Bounty, únicamente dos hombres a su cargo murieron: un marinero a causa de una infección y el médico de a bordo, por culpa de lo que entonces se conocía como postración, o sea abatimiento o aflicción. La cifra era extremadamente baja en un mundo donde los marinos constituían mera carne de cañón reclutada en levas a menudo forzosas, entre la morralla humana que pululaba por los puertos.

Quizás, lo más probable que el origen de la rebelión se gestara en las doradas playas de cimbreantes cocoteros que se extendían ante el navío. Los polinesios ya conocían a los europeos y sentían gran aprecio por Cook, que había fondeado en esa misma bahía y les había agasajado con cuentas de vidrio y otras baratijas a cambio de agua y víveres. Así que, a la llegada del gran barco de velas blancas, una flota de canoas cargadas de sonrientes remeros y hermosas muchachas tahitianas adornadas con guirnaldas de flores, se acercó a la nave para darles la bienvenida y subir a bordo sin reparos ni pudores. Después de diez meses de penalidades, aquella visión paradisíaca hizo pensar a más de uno que había alcanzado el cielo.
Para mayor gozo de la tripulación, el fracasado intento de alcanzar Tahití por la ruta del Oeste causó tal demora en sus planes, que resultó imposible recoger los árboles del pan en el momento propicio para su traslado al Caribe, por lo que se hizo imprescindible aguardar en la isla casi cinco meses más. El capitán Bligh mandó construir un asentamiento en tierra firme, del que responsabilizó a su segundo, Christian Fletcher.
Los hombres sucumbieron con gran rapidez a los placeres del trópico, y muchos convirtieron a las nativas en sus concubinas; el propio Fletcher se casó con una de ellas. Mientras tanto, el carácter de Bligh se iba avinagrando viendo que la tripulación se transformaba día a día en un puñado de tipos indolentes, dejados y apáticos.



Casi un año más tarde, el 4 de abril de 1789, con los brotes de árbol del pan estibados a bordo y gran parte de tripulación mirando a la costa con melancolía, la Bounty levó anclas y desplegó sus velas para partir hacia el Caribe. Bligh, que durante su forzada inmovilidad había tenido varias disputas con Fletcher, intentó imponer de nuevo la disciplina a bordo. El descontento se extendió con rapidez entre una parte de la tripulación al verse amonestada por menudencias. El propio Fletcher, encargado de imponer la autoridad, fue amonestado en público varias veces por su comandante. Era un joven de noble familia, poco acostumbrado a los desplantes, y cada vez que se retiraba después de ser advertido por Bligh, se sentía con humillado, e iba creciendo en él un gran resentimiento.

En la mañana del 28 de abril, cerca de la isla de Tonga, estalló la rebelión a bordo. En la guardia de alba y con Fletcher como cabecilla, once amotinados se hicieron dueños del barco tras apoderarse de los mosquetes de la armería y encerrar al capitán en su camarote.
Lo narraba así el propio Bligh en una carta dirigida a su esposa, Betsy: "el segundo y varios otros entraron en mi camarote, mientras dormía, y me apresaron apuntándome con las bayonetas rozándome el pecho, me ataron las manos a la espalda y me amenazaron con matarme si decía una palabra. A pesar de todo pedí a gritos ayuda, pero la conspiración estaba bien urdida y las puertas del camarote de oficiales custodiadas por centinelas, por lo que Nelson, Peckover, Samuels o el maestre no pudieron venir en mi auxilio. Fui luego arrastrado a cubierta en camisa y fuertemente custodiado. Le pregunté a Christian las razones de ese acto de violencia y villanía, pero sólo pudo responder: "Ni una palabra, señor, o estás muerto".

El resto de la tripulación permaneció indeciso; unos pocos se atrevieron a oponerse a los sediciosos, aunque de forma pacífica. Cuando Bligh fue llevado a cubierta, lamentó ante Fletcher haber sido traicionado por alguien a quien había tratado como si fuera su propio hijo. Éste por su parte, le acusó de haber hecho de su vida un infierno. El cabecilla de los amotinados ordenó arriar un bote y meter al comandante y a quienes quisieran seguir su suerte.
Sabían que abandonarles en mitad del Océano Pacífico era lo más parecido a una condena a muerte, la mayoría de los marineros se mostraron leales a su comandante y dispuestos a acompañarle en su destino. Finalmente, Los oficiales Hayward, Hallett y Fryer fueron los primeros elegidos para acompañar a Bligh.
Les siguieron Purcell, Millward, Muspratt y Birket. Los amotinados permitieron que Heywood y Steward, ajenos al motín, permanecieran en la Bounty y 18 tripulantes embarcaron con Bligh y fueron abandonados en un bote de 23 pies, o sea unos siete metros de eslora.



Fletcher consintió en proveer a los abandonados de dos mástiles con sus velas, algunos clavos, una sierra, un pequeño pedazo de lona, cuatro pequeños envases que contenían unos ciento veinticinco litros de agua, ciento cincuenta libras de galleta, treinta y dos libras de carne de cerdo salada, seis botellas de vino, seis botellas de ron y la caja de licores del capitán.
Al carpintero Purcell se le permitió llevar consigo sus herramientas. Fletcher les cedió sus propias tablas náuticas, un sextante y un reloj. Uno de los hombres pidió a Fletcher que les diera una brújula, pero éste se negó.
El comandante permaneció en pie, mirando a la Bounty, hasta que su barco se perdió de vista en el horizonte. A bordo del navío, Fletcher miraba a su vez la pequeña embarcación atestada de gente, con un nudo en la garganta. A unos les esperaba un futuro de permanente huida, con el cadalso como final si eran prendidos por la larga mano de la corona inglesa. A otros, una azarosa supervivencia en medio de un mar inmenso, a merced de los elementos, la sed, el hambre y, a miles de millas de distancias de cualquier lugar civilizado.
Tras una deriva de 3.600 millas durante siete semanas llegaron a Timor. Lograron salvarse y regresar de forma muy accidentada a Inglaterra

El destino del HSM Bounty y la isla de Pitcairn
Después de la rebelión de la Bounty, Christian navegó hacia Tahití, donde dieciséis de los hombres decidieron quedarse, y poco después, él y otros ocho rebeldes, haciéndose acompañar de diecinueve polinesios, se refugiaron en la isla de Pitcairn. Arrojaron el barco entre las rocas, sacaron todos los elementos que podían servir y, finalmente, el 23 de enero de 1790 lo quemaron.
Esta pequeña isla volcánica está situada a cinco mil millas de Australia y a mil trescientas cincuenta de Tahití. Fue vista por primera vez por Robert Pitcairn el 2 de julio de 1767.

El capitán de la Armada Carteret había acompañado al capitán Wallis en una expedición conjunta ordenada por el Almirantazgo hasta que una fuerte tormenta los separó tras cruzar el Estrecho de Magallanes. Carteret cometió el error cartográfico de situarla en el mapa con un error de doscientas millas. Debido a este error cartográfico los perseguidores británicos no lograron encontrar a los amotinados tras una búsqueda de tres meses.
En 1808 un ballenero arribó a Pitcairn, comprobó que ocho de los nueve británicos habían perecido por asesinatos o suicidios. En 1825, un buque británico ofreció el perdón al superviviente Adams y en 1838 Pitcairn, junto con las desiertas islas de Henderson, Ducie, y Oeno, fueron incorporadas al imperio británico.
Los hombres que decidieron permanecer en Tahití fueron finalmente apresados y trasladados a Inglaterra donde fueron juzgados. Tres de ellos fueron colgados y otros siete fueron perdonados.
El comandante Bligh reconoció que las relaciones afectivas con las nativas de Tahití fueron determinantes en la rebelión.
Era muy estricto y buen marino y logró ascender completando una buena carrera en la Marina. Este episodio ha sido fuente de inspiración para literatos y cineastas. Lord Byron escribió un poema titulado The Island, donde narra los acontecimientos ocurridos en la isla. El motín es bien conocido por las adaptaciones que han sido llevadas al cine.



El pequeño grupo comenzó lo que Christian imaginó como una idílica, pacífica existencia en una isla utópica. Sin embargo, los problemas los acuciaron casi inmediatamente debido, en parte, a la proporción desigual de hombres y mujeres.
En cuatro años murieron cinco amotinados, incluyendo a Fletcher, como también todos los hombres tahitianos. El primero en morir por causa natural fue Edward Young, de asma, en 1800.
Sólo diez años después del motín, John Adams (alias Alexander Smith) era el único sobreviviente masculino, con once mujeres y veintitrés niños.
“Tuve un sueño, relató Adams, que cambió toda mi vida. Un ángel que parecía estar parado a mi lado me habló, amonestándome por mi vida pasada, y después me llamó a arrepentirme e ir y enseñar a los niños el camino de la Biblia de Christian”.
Después de esto, Adams, con el mayor de los hijos de Fletcher, buscó en el arcón de marinero de Christian y encontró su Biblia y el libro de rezos, que su madre le había dado años antes. Éstos fueron los libros de texto usados en la escuela que se organizó.
Desde este momento, bajo la benevolente guía de un amotinado penitente, el poblado comenzó a desarrollarse como una sociedad pacífica. El mundo exterior conoció por primera vez su existencia en 1808, cuando el capitán Mayhew Folger, a bordo del barco americano Topaig, avistó la isla y se detuvo para buscar focas. Para su asombro, un pequeño bote remó suavemente desde la costa y tres jóvenes lo saludaron en «un perfecto inglés», solicitándole que atracara allí porque, tenían un hombre blanco en tierra.



El capitán informó su hallazgo, pero el descubrimiento de este escondite no causó impresión en Inglaterra porque estaban preocupados con las guerras napoleónicas. Fue siete años más tarde que dos barcos ingleses volvieron a encontrar la isla, casi por accidente, y nuevamente los capitanes quedaron perplejos al encontraron jóvenes de habla inglesa.
El amotinado John Adams asumió las responsabilidades para ser llevado a Inglaterra bajo arresto y, de esta manera, demostró su anhelo por retornar a la tierra natal a despecho de los cargos pendientes sobre él. Su mujer, su hija y otros miembros de la comunidad le rogaron que no partiera. Adams entonces se quedó en Pitcairn, muriendo allí en 1829 a la edad de sesenta y dos años.

Ya más en contacto con el mundo, los habitantes hicieron dos tentativas en la década de 1800 para asegurar su futuro, en contra de las amenazas de sequía y el terror a la sobrepoblación. Algunos emigraron una vez a Tahití, más tarde a la isla Norfolk. Un grupo retornó, organizó un sistema de gobierno y la colonia entera abrazó la fe Adventista del Séptimo Día. Hoy esta iglesia es la única de Pitcairn.
Algunas personas que visitaron la isla informaron que la comunidad era devota, hospitalaria, alegre y vivía en economía cerrada. Las casas y los muebles eran simples, aunque adecuados, a la manera de la antigua Polinesia. Para cubrirse, las mujeres hacían tapas, una especie de vestido de papel. Era un trabajo lento y laborioso, pero las prendas producidas eran confortables y a la vez modestas.
Las mujeres también sabían cómo preparar abundantes comidas a partir de los alimentos existentes en la isla. La dieta era predominantemente vegetal, aunque incluía carne y pescado, una o dos veces a la semana. La comunidad vivía como una gran familia y aumentaba su población por medio del casamiento entre primos.

Debemos notar que desde varias generaciones atrás, no hubo en apariencia degeneración de las condiciones genéticas ni enfermos endémicos. Por el contrario, los últimos visitantes los describen como individuos básicamente sanos, fuertes y listos.
Su población declinó de más de doscientos en 1937 a menos de setenta en 1974. Sólo seis familias están ahora representadas, tres de las cuales perpetúan los apellidos de los amotinados: Christian, Young y McCoy.
En contra de muchas conveniencias modernas, la gente vive a la manera como lo hacían sus antepasados. Sus vestidos tapa, han sido reemplazados por el vestuario estilo western entre cowboy y viejo oeste, en su gran mayoría abandonado por los barcos que han pasado.
Tienen unas cuantas motocicletas, unos pequeños autos para moverse y hay también motores para lanchas. Pero todavía se requiere gran habilidad de parte de los marineros para evitar los peligros de las botaduras y de los atraques.



Las lanchas han sido siempre y son todavía el único medio por el cual cualquier persona o cosa llega o sale de allí. Aún hay días en los que no saben cuándo llegará el próximo barco. No es fácil organizar una visita a Pitcairn.
Los turistas que optan por permanecer más de un día, son los que tienen la aprobación del consejo de la isla y del gobierno inglés de Auckland, en Nueva Zelanda. Aún cuando el permiso es generalmente concedido, el procedimiento lleva meses.

Ian M. Ball, un corresponsal austriaco, tuvo éxito en este trámite. En su libro Pitcairn: hijos del motín, hace algunas observaciones sobre el estilo de vida de la que es probablemente la más remota isla habitada de nuestro planeta.
Había carne de cabra y pollo; carne de vaca en conserva y lengua importada de Nueva Zelanda. Espaguettis conservados en frío se mostraban en la mesa del buffet, con etiqueta y todo. Los pescados de la isla aparecían al lado de latas de sardinas de Portugal. Otros platos tenían papas irlandesas, remolachas, judías, guisantes, coles, cebollas encurtidas, puré de tomates, zanahorias hervidas, bananas, calabaza cocida al horno y habas. Variedad de ensaladas con la misma presentación, estaban acompañadas por pan y bizcocho caseros cocidos en hornos de piedra.

Y luego los postres: pasteles de calabaza en forma de panes cuadrados, hechos dentro de las latas que los hombres enderezaban; gelatinas de fruta y tortas surtidas; bollos y pastelitos.
La fruta fresca estaba olvidada, probablemente porque era un alimento muy común en la vida diaria como para ser usado en ocasiones festivas. Y también los productos lácteos; ellos no tienen paladar para el queso y la leche.
Los invitados, bien limpios y pulcramente vestidos, se alineaban por edad de 11 meses a 80 años. Charlaban excitadamente con sus parientes, con los que habían estado la mayor parte del día. El tema central era la comida. El anfitrión imponía silencio y luego entonaba una bendición solemne. Después de un Amén espontáneo de cada uno de los presentes, gritaba: ¡Ahora coman ! ¡Hagan saber si es suficiente, con un grito!.
El correo, la iglesia, el palacio de justicia y el pequeño dispensario estaban agrupados en la plaza. También allí, dos piezas del recordado Bounty en exhibición pública: la Biblia y el ancla de doce pies.

Actualmente no está la Biblia del barco, sólo existe la que la madre de Christian le dio y que John Adams sacó de su arcón. Es la reliquia más reverenciada.
La campana del barco, ubicada también en ese lugar, ha sido siempre usada como el único medio de comunicación. A través de los años su código ha permanecido igual:
5 campanadas: «¡Barco a la vista!».
4 campanadas: reparto público de las mercancías que traen los barcos.
3 campanadas: reunión de la aldea.
1 campanada: servicios religiosos.



A los chicos se les ha enseñado que nunca deben hacerla sonar jugando. Cuando la campana suena cinco veces, se produce una gran excitación en la aldea. Los hombres echan a correr hacia las lanchas, cogiendo su provisión de curiosidades talladas a mano, cestas tejidas por las mujeres, frutas frescas y sellos que son populares entre los comerciantes y coleccionistas de todo el mundo. Quieren vender sus productos en los barcos que pasan.
Cinco campanadas también significan que habrá atención médica, siempre que el barco lleve un doctor. Nunca hubo uno en la isla. En el pasado, si los remedios caseros fallaban, el paciente moría. Ahora tienen un radioaficionado, Tom Fletcher, descendiente de la sexta generación de Fletcher, que puede solicitar una ayuda de emergencia si un barco está lo suficientemente cerca como para responder al llamado. En años recientes, la Iglesia Adventista del Séptimo Día ha exigido al pastor tener una esposa que sea enfermera registrada.

El pastor actual siente que la mayor parte de los miembros de la congregación ve sus orígenes como una historia deshonrosa. No hay cultura folklórica y se le da poca importancia al pasado. Cuando se les pregunta la opinión de por qué sus antepasados se amotinaron, los hombres de alguna relevancia en la comunidad responden: Está todo en el film de Charles Laughton. Fue la crueldad de Bligh… No hubiera podido hacer nunca lo mismo que hizo Fletcher… Pero esto no quiere decir que tengamos algún rencor contra él. Nadie lo odia realmente.

Los deseos de Fletcher de la isla utópica nunca se materializaron. Los isleños continúan sufriendo penalidades y un futuro incierto provocado por los recientes ensayos atómicos franceses, realizados quinientas millas de distancia.
A pesar de las muchas y constantes amenazas contra la continuidad de su existencia, los viejos prefieren permanecer allí. Sin embargo, los jóvenes parecen sucumbir cada día más a los encantos del mundo exterior y hablan con ardor de una tercera y quizás última evacuación.

Luis Marden encuentra el pecio de la Bounty. Año 1957 

Len me ayudó a poner el Aqua-Lung y me sumergí el primero. Mientras esperaba a Len, me orienté con la piedra grande bajo la que había estado el ojete metálico y crucé poco a poco la alfombra animada de algas ondulantes, examinando minuciosamente el fondo de la cala.
Sobre un lecho de algas vi un objeto con forma de media luna. Al acercar más la cara vi que era un tolete. A diferencia de los toletes corrientes en forma de U, éste tenía un brazo notablemente más largo que el otro, formando una media luna ladeada que se parecía asombrosamente a una luna nueva o al símbolo del Islam. Cuando miré, varios peces de arrecife de aspecto estrambótico de color negro y amarillo nadaban escalonados sobre la media luna de los árabes. ¡Una fantástica coincidencia que sólo el mar podría producir!
Seguidamente llegué de forma inesperada a una larga zanja de arena. El extremo más próximo a mí estaba cubierto con piedras calizas blancas escondidas por algas calcáreas y podía ver pequeños garabatos en la superficie, una curiosa filigrana que parecían gusanos petrificados. Acerqué la cara aún más, casi tocando el fondo. Mi corazón dio un salto. Los garabatos eran clavos incrustados, clavos de la Bounty, docenas de ellos.


Miré hacia Len. Estaba justo encima de mí, mirando interrogativamente. Le extendí la mano moviéndola violentamente y le señalé. Miró sonriendo y asintiendo con la cabeza, y nos dimos la mano otra vez. Habíamos encontrado el lugar donde reposaba la Bounty. Más allá se extendían otras dos zanjas hacia el lugar donde estaban las barras de lastre en el agitado oleaje. Había estado buscando demasiado hacia el este. 
Al parecer, los vientos y corrientes predominantes habían cambiado la dirección del barco cuando se acercaba a la costa. La proa se había dado la vuelta en la costa y la popa había virado hacia el oeste. Empecé a extraer la capa de clavos. A cada agolpe de martillo se levantaba una bocanada de humo negro, madera carbonizada de la Bounty, todavía aferrada a las sujeciones metálicas. Era sumamente difícil mantener una posición en el fondo. El mar nos tiraba totalmente al fondo o nos llevaba hacia la costa tumbándonos de espaldas.

Cerca de los clavos encontré un tornillo largo, parcialmente descubierto. Fui despejando con cuidado ambos lados hasta que quedó suelto. Subiendo hasta la canoa que se tambaleaba, lancé el tornillo por un costado. Len y yo vimos lo suficiente para convencernos de que habíamos encontrado la cola de la quilla, o al menos una de las principales tracas del casco, aunque no vimos tablones ni cuadernas.
Todo estaba cubierto por una capa caliza dura. Cuando cavamos más hondo, encontramos fragmentos de cobre en buen estado y de unos tres milímetros de grosor, del que el Bounty había estado recubierto. Cuando seguimos excavando conseguimos trozos más grandes del barco.
Aquella noche pulí y saqué brillo a un clavo recubierto de bronce hasta que brilló como el oro. ¡Un trozo del verdadero Bounty! La pulida superficie dorada captaba la luz con un efecto fascinante. Mientras lo miraba y soñaba, me pareció ver el astillero en Deptford, con la Bounty en construcción y los artesanos trabajando en él. Oí los toques de los golpes del martillo, el tintineo del hierro al calafatear, y el chiquichaque de las azuelas partiendo el sólido roble inglés. Olí el aroma a vino de la madera nueva, rezumando savia bajo el ardiente sol, el olor resinoso de la brea y la limpia esencia astringente del alquitrán de las jarcias. (Luís Marden 1913-2003)